Tengo una amiga de infancia cuyo nombre voy a
omitir. Nos conocimos cuando ambas teníamos 8 años –en este momento yo tengo 33
años y ella dice tener 27- con esta amiga he vivido momentos y procesos de aprendizaje
importantes. Recuerdo que cuando teníamos 10 años, además de jugar en la casa rosada
de los Rhenals -una inmensa casa esquinera en la segunda avenida del barrio
Manga de Cartagena-, vendíamos obleas y arequipe después de la misa de los
domingos, juntas comprábamos en el centro comercial Getsemaní los dulces que
venderíamos en el colegio y luego en la adolescencia cambiamos las
chocolatinas, bianchis y chupitos por accesorios que comprábamos en el
Sanandrecito del Pie de la Popa.
Con ella compartí momentos maravillosos y
aunque nos dejamos de ver por un tiempo, ya que ambas estudiábamos en
diferentes ciudades, nos reencontramos cuando ya éramos profesionales -y por
supuesto yo tenía 26 años y ella seguramente 20-.
En una ocasión llegué a su casa a visitarla y
me contó mientras lloraba, que estaba desesperada pues su madre, quien había
sufrido de cáncer de colón -enfermedad que al parecer aceleró el Alzheimer que
tendría en la vejez-, repetía una y otra vez las mismas historias, situación
que la llenaba de rabia, tristeza y un sentimiento de impotencia.
Me pregunté en silencio: ¿qué puedo decirle?, ¿qué
puedo hacer para consolarla?, respiré profundamente y al darme cuenta que no
tenía nada para decir, le pedí a Dios que pusiera sus palabras en mi boca.
Le pregunté: “¿Sabes cómo conoce uno a sus
padres, abuelos o personas de la familia?” y respondí enseguida: “Las conocemos
a través de las historias que cuentan sobre si mismas o las anécdotas que otros
revelan en reuniones familiares. Y como tu madre por la enfermedad no podrá
contarle sobre su vida, vivencias, amores, deseos y logros a tus hijos, Dios en
su inmensa sabiduría se encarga de que ella repita las historias una y otra
vez, cerciorándose de que queden en tu mente y corazón para que luego le puedas
contar a tus hijos quien fue su abuela”.
La conversación terminó con un inmenso suspiro
de agradecimiento y una sonrisa de tranquilidad y consuelo. Después de nuestra
charla me fui para mi casa y le conté a mi familia lo que había sucedido. Ese
día prometí que nunca jamás volvería a disgustarme por las historias y
anécdotas que repitieran mis abuelos, personas mayores y en el futuro, ojalá
muy lejano, de mi madre, prometí también que escucharía atentamente y con
respeto cada palabra e historia de quienes me acompañan en esta vida, para poder
contarle a mis hijos y ellos a sus hijos quienes fueron esas importantes personas.