lunes, 21 de septiembre de 2015

No tengo el cielo ganado, "me falta pelo pa' moño"

Una reflexión sobre la felicidad, la "buena vida", las decisiones y la mediocridad de ser una buena persona.


La gente generalmente me pregunta que si siempre estoy feliz, amigos me han dicho que vivo en el “mundo de Disney” y otros aseguran que por participar en diferentes iniciativas sociales y de voluntariado “tengo el cielo ganado”.
    
La verdad es que no siempre estoy satisfecha con las cosas que suceden, de hecho me dedico a compartir noticias y contenidos positivos en gran parte porque hay muchas cosas que me agobian, lloro viendo noticias de violencia, sufro cuando llueve y sé que hay gente que no tiene un hogar, siento impotencia y dolor ante las denuncias sobre miles de niños que están aguantando hambre porque particulares se roban el dinero del Estado. No, definitivamente no vivo en otro mundo, vivo exactamente en el mismo mundo de quien lee estas palabras, solo que desde hace algún tiempo y gracias a Dios decidí buscar la coherencia entre lo que siento, pienso, digo y hago.
    
Soy comunicadora social y periodista, he trabajado para reconocidos medios de televisión regionales y nacionales. Como muchos he deseado destacarme, tener reconocimiento y muchas decisiones las tomé bajo esos parámetros de éxito. Gran parte de mi vida estuve convencida de qué ser feliz era tener casa, carro, beca y un buen trabajo. Quiero decirles que cuando los tuve me paso lo mismo que a la gran mayoría NADA.
    
Resulta que mi felicidad estaba basada en el futuro y al convertirse en presente se desvanecía, entonces debía buscar otras metas y otros proyectos de vida. El problema es que siempre me faltaba algo y lo peor es que tenía miles de distractores que alimentaban mi ego, sembraban temores e inseguridades pero especialmente me alejaban de Dios.
    
Sin embargo y a pesar de tener una “buena vida” en el 2013 renuncié a un buen trabajo, decidí ser honesta conmigo y reconocer que mi felicidad no tenía por qué ser igual a la de los demás, que para mí la felicidad se basa en el verbo amar y que si mis actividades no me permiten ponerlo en práctica compartiendo y disfrutando de las personas y las acciones que me hacen sentir viva, sencillamente debía dejarlo ir.
    
Elegí ser feliz, comprendí que se pierde mucho tiempo buscando lo que se quiere sin ser conscientes de lo que se necesita para serlo, he aprendido a encontrar a Dios en los demás, en sus palabras, en sus actos y en los errores que reflejan cuan imperfecta soy. Todos los días decido qué tipo de persona quiero ser, busco la mejor versión de mí -aunque a veces no la encuentro-, oro y pido a Dios discernimiento, sabiduría y humildad para no llevarme a nadie por delante, lastimosamente a veces fracaso.
    
No creo tener el cielo ganado, cuando veo las cosas asombrosas que están haciendo miles de personas en el mundo, me doy cuenta que yo solo soy una buena persona, que como diría mi abuela de manera jocosa “me falta mucho pelo pa’ moño”, pues no bastan las buenas acciones, el servicio, la caridad y la solidaridad sino se acompañan de la defensa de la fe y de las convicciones, del liderazgo y la lucha eficaz por un mundo justo, generoso y equitativo.

lunes, 2 de marzo de 2015

En defensa de las crisis

A muchos nos han enseñado que las crisis son pruebas de Dios o del diablo; el primero porque seguramente necesita evaluar si seguimos sus preceptos y enseñanzas y el segundo para ver si somos tan pendejos de caer en la desesperación, angustia, descontrol, etc…

Sin embargo y desde lo más profundo de mi corazón tengo la seguridad –o quiero tenerla– que la palabra crisis ha sido estigmatizada y asociada a miles de adjetivos negativos, pero realmente esta palabra debería llevar los apellidos Construcción y Fortaleza.

A la señora Crisis Construcción Fortaleza deberíamos esperarla y atenderla siempre con dignidad y paciencia porque, aunque muchos nos hemos esforzado por llamarla en algunas circunstancias “detestable crisis” y/o “dolorosa crisis” entre muchos otros apodos, ésta siempre llega para construir y fortalecer la mente, el cuerpo y el espíritu.

De hecho no recuerdo ejercitar con mayor ímpetu la paciencia, la tolerancia, el amor propio y por el prójimo que durante las visitas de esta, pero lo que sí recuerdo y tengo muy claro es lo engañosa que es la “estabilidad”, una jovencita –pues no creo que sea mayor de edad– que durante sus visitas se ha empeñado en que no ame más, no comparta más y por supuesto en que no desee cambiar.

Valoro cada una de las veces que la señora Crisis me ha visitado a mí y a quienes me rodean porque he tenido el privilegio de conocer y estrechar la mano de sus parientas –pues llevan el mismo apellido– humildad, verdad, justicia, sabiduría, discernimiento, perdón y a su prima lejana la vergüenza.


jueves, 29 de enero de 2015

Sus palabras en mi boca

Tengo una amiga de infancia cuyo nombre voy a omitir. Nos conocimos cuando ambas teníamos 8 años –en este momento yo tengo 33 años y ella dice tener 27- con esta amiga he vivido momentos y procesos de aprendizaje importantes. Recuerdo que cuando teníamos 10 años, además de jugar en la casa rosada de los Rhenals -una inmensa casa esquinera en la segunda avenida del barrio Manga de Cartagena-, vendíamos obleas y arequipe después de la misa de los domingos, juntas comprábamos en el centro comercial Getsemaní los dulces que venderíamos en el colegio y luego en la adolescencia cambiamos las chocolatinas, bianchis y chupitos por accesorios que comprábamos en el Sanandrecito del Pie de la Popa.

Con ella compartí momentos maravillosos y aunque nos dejamos de ver por un tiempo, ya que ambas estudiábamos en diferentes ciudades, nos reencontramos cuando ya éramos profesionales -y por supuesto yo tenía 26 años y ella seguramente 20-.

En una ocasión llegué a su casa a visitarla y me contó mientras lloraba, que estaba desesperada pues su madre, quien había sufrido de cáncer de colón -enfermedad que al parecer aceleró el Alzheimer que tendría en la vejez-, repetía una y otra vez las mismas historias, situación que la llenaba de rabia, tristeza y un sentimiento de impotencia.

Me pregunté en silencio: ¿qué puedo decirle?, ¿qué puedo hacer para consolarla?, respiré profundamente y al darme cuenta que no tenía nada para decir, le pedí a Dios que pusiera sus palabras en mi boca.

Le pregunté: “¿Sabes cómo conoce uno a sus padres, abuelos o personas de la familia?” y respondí enseguida: “Las conocemos a través de las historias que cuentan sobre si mismas o las anécdotas que otros revelan en reuniones familiares. Y como tu madre por la enfermedad no podrá contarle sobre su vida, vivencias, amores, deseos y logros a tus hijos, Dios en su inmensa sabiduría se encarga de que ella repita las historias una y otra vez, cerciorándose de que queden en tu mente y corazón para que luego le puedas contar a tus hijos quien fue su abuela”.


La conversación terminó con un inmenso suspiro de agradecimiento y una sonrisa de tranquilidad y consuelo. Después de nuestra charla me fui para mi casa y le conté a mi familia lo que había sucedido. Ese día prometí que nunca jamás volvería a disgustarme por las historias y anécdotas que repitieran mis abuelos, personas mayores y en el futuro, ojalá muy lejano, de mi madre, prometí también que escucharía atentamente y con respeto cada palabra e historia de quienes me acompañan en esta vida, para poder contarle a mis hijos y ellos a sus hijos quienes fueron esas importantes personas.